El descontento de la generación Z está resonando en todo el mundo, con jóvenes que ya no se conforman con promesas vacías. Desde Madrid hasta Katmandú, una ola de protestas ha emergido, demandando respuestas en tiempos de crisis globales que incluyen pandemias, conflictos y recesiones económicas.
Jóvenes nacidos entre 1997 y 2010 han tomado las calles en diversas ciudades como Yakarta, Lima y Casablanca, reclamando reformas que respondan a los desafíos de un sistema que, en su opinión, está desfasado. La inflación, la crisis del medio ambiente y la creciente influencia de la inteligencia artificial son algunas de las preocupaciones que impulsan estas movilizaciones.
Un reciente estudio de Deloitte destaca que, lejos del estereotipo de apatía política, la generación Z enfrenta serios retos como el alto costo de la vida, la salud mental y el desempleo. La investigadora Inés Arco Escriche, del Barcelona Centre for International Affairs, subraya que existe una frustración palpable hacia una clase política que no satisface las necesidades de los jóvenes.
Este descontento radica en factores como la corrupción y la desigualdad, junto con una disconformidad con un futuro que no se parece en nada a lo que les aseguraron. Muchos se han sentido traicionados por un sistema que debería representar sus intereses, pero que ha respondido con represión y violencia ante sus protestas.
Las manifestaciones recientes, organizadas principalmente a través de redes sociales como TikTok y Discord, se destacan por su falta de jerarquías. Esta horizontalidad permite una mayor inclusión, aunque también plantea el riesgo de vandalismo y de infiltraciones por elementos radicales.
Los efectos de la pandemia y un sentido generalizado de que las instituciones democráticas están fallando han llevado a los jóvenes a adoptar símbolos que representen su lucha por la justicia, como la icónica bandera pirata de “One Piece”, que ha viajado de un país a otro, evidenciando así la interconexión cultural de esta generación.
Este movimiento evoca momentos históricos de protesta, tales como la Primavera Árabe o la Revolución de los Paraguas, aunque la generación Z parece estar menos centrada en derrocar regímenes y más interesada en una transformación social profunda.
Las recientes manifestaciones en Indonesia surgieron por un escándalo relacionado con dietas parlamentarias, mientras que en otros lugares, como Timor Oriental y Kenia, la indignación se ha desencadenado por decisiones de las autoridades que no consideran las necesidades del pueblo, aumentando así la presión sobre los gobiernos.
Marruecos no es la excepción, donde la muerte de mujeres en un hospital desató protestas lideradas por el movimiento GenZ 212, que exige mejoras en salud y educación, frente a unos gobiernos que priorizan la inversión en eventos deportivos sobre las necesidades sociales básicas.
A pesar de las diferentes demandas, algunas autoridades han comenzado a dialogar. En Nepal, la primera ministra Sushila Karki asumió el cargo con el visto bueno de los jóvenes activistas, mientras que en Bangladesh, el descontento popular logró la dimisión de la ex primera ministra Sheij Hasina, aunque esto también ha generado confusiones sobre quién debería liderar el cambio.
Sin embargo, la situación se complica en lugares como Madagascar, donde el liderazgo militar ha sabido aprovechar la agitación social para consolidar su poder. Esto subraya la importancia de forjar alianzas que aseguren que el movimiento social no pierda su rumbo.
En Perú, la destitución de la presidenta Dina Boluarte no ha llevado a una calma, ya que las protestas continúan contra el nuevo gobierno, que enfrenta un legado de descontento popular tras tragedias recientes. La lucha de la generación Z sigue viva, intensificando la presión sobre gobiernos que deben confrontar la realidad de sus demandas.
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